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Su niñez se había deslizado tranquilamente, sin hermanos con quienes jugar, sin amiguitas, siempre encerrada en casa, libre de esos menudos divertimientos que llenan la amariposada existencia de los niños. Al colegio no fué nunca; doña Balbina la enseñó a rezar, luego aprendió con su padre a leer, escribir, un poquito de geografía y de historia, con algo de aritmética y de ciencias naturales; y mucho más tarde estudió el piano con una profesora francesa que daba lecciones a domicilio. Los primeros años de su vida dejaron en Mercedes muy pocos recuerdos: siempre veía la misma escena, el mismo cuadro, silencioso y tranquilo; a Gómez-Urquijo encerrado en la modesta habitación que le servía de despacho, sentado delante de una mesita, escribiendo con los ojos muy abiertos y la mirada inmóvil del hombre que mira cosas distantes; y a doña Balbina trajinando por la cocina, ora encendiendo la lumbre, ora fregando cacerolas y platos, o bien en el comedor, repasando la ropa blanca que iba sacando de un gran cesto. Del semblante que entonces tenía doña Balbina, Mercedes no recordaba, sin duda, porque jamás hubo en él un rasgo vigoroso; pero sí conservaba, aunque vagamente, la imagen de su padre, con su larga melena de trovador, su nariz aguileña y su ancha frente, autorizada por el profundo pliegue vertical de la reflexión y de la cólera.